Hospital Materno Infantil: Qué ves cuando me ves



En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
¿Encontraría a la Maga?
Mucho tiempo he estado acostándome temprano.
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto.
Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar.
Era el mejor y el peor de los tiempos.

Por Sasha Müller, Cleopatra Torres y Micaela González.



“Los comienzos de las grandes historias suelen ser inolvidables ”[1] Siempre, es casi una regla general. Y Patricia no quería ni esperaba ser la excepción.


Todo comenzó veinticinco años atrás. Su inicio. Recién se había recibido de la facultad cuando una amiga la recomendó para un puesto vacante como enfermera en el Hospital Materno Infantil. Y, si bien su inicio fue inolvidable, no fue perfecto como se cree que deben serlo por regla general. Patricia, una vez más, la excepción. Porque, ¿dónde esta la magia de ese primer trabajo cuando ves lo que Patricia ha visto, cuándo aún se lo ve? Pero, volvamos. El inicio de Patricia.

Fue hace veinticinco años pero la infraestructura sigue intacta. La ambientación es la misma. Las cosas que se ven, las mismas. Llegamos a la tarde, no serían más de las seis, pero el cielo ya estaba oscuro. Una tarde noche cerrada, lluviosa, ventosa. Un contexto que no favorece la escena. Cruzamos la cuadra hacía el hospital dejando atrás una pelea de “trapitos” y varias botellas de alcohol. Botellas de alcohol, de cerveza en su mayoría, todas vacías, seguramente culpables e incitadoras de esa riña. Mientras cruzamos, un taxi frena de golpe interrumpiendo nuestro paso. Una pareja de adolescentes baja desesperada con una beba en brazos. Abren abruptamente la puerta, hablan unos instantes con el guardia de seguridad y se esfuman por el pasillo de la derecha. La sala de espera es testigo de los movimientos de todos y cada uno de los presentes.

Levantan la cabeza, siguen los movimientos. Parece un partido de tenis del más solemne carácter. El barullo se acrecienta, se escucha en la calle un tema de Rodrigo pero a nadie parece importarle, ese sonido lo ignoran. Siguen abstraídos en si mismos. Las manos de las madres en las frentes de sus hijos son una constante. Lo único recurrente en esa incertidumbre que reina en la sala de espera. Las manos de los adultos tapándose la cara, otra. Salen dos personas de una habitación sobre la derecha. En simultáneo, todos levantan la cabeza. Aún no llaman al siguiente.

El pasillo parece inmenso y la gente muy pequeña. Apenas simulan ser autómatas. Algunos miden la temperatura de sus hijos, otros se abrazan presos de la desolación. Hay mucha gente sola, esperando quizá. Resignándose, tal vez. Por qué no rezando. Cuando ya no hay consuelo, aunque suene contradictorio, todo lo es. Es consuelo y es esperanza. Es necesario aferrarse a algo. Se siguen tapando la cara. Prefieren no ver. “Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”.[2] Prefieren no creer.

Es un hospital. Luce y huele como tal. La muerte está presente. Parece trágico pero no solo es fiebre y gripe lo que se trata. Los niños se enferman y pueden llegar a hacerlo gravemente. “Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseña a vivir. A vivir la vida con toda la fuerza que tengas”[3]. Nadie lo entiende cuando se trata de un familiar, un ser amado. Es imposible incluso, llegar a imaginarlo. Pero ésta es y siempre ha sido la tarea de Patricia. Difícil cuando tenés veintidós años, estas recién recibida y no creías en la muerte o no te había tocado tan de cerca.

Suspira. “Meningitis”, dice. Vuelve a respirar profundo. Sus ojos se fueron, viajaron en el tiempo. Sus ojos reflejan un pasillo largo, una habitación llena de gente. Máquinas, respiradores. Médicos, muchos médicos. Gritos. Llantos. Se intentó hasta el final. Respira. No pudo hacer nada. Le enseñó a vivir. En vano, pero se lo enseñó. Lo acompañó. Vuelve. Toma un sorbo de café. Se vuelve a ir. “Seis años. Tan solo seis años”. Está otra vez en esa habitación, en esa camilla de sábanas blancas. Sus ojos la delatan.


Patricia tuvo la misma sensación que nosotras al entrar. Se vio chiquita, menuda, perdida. Demasiado vida allí dentro. Demasiada alma. Es increíble como cuatro paredes, cuatro gigantes paredes, pueden contener tanta vida y tanta muerte. Tantas sensaciones. “Ser eterna un segundo, existir un instante. Sentirse Dios”[4]. Jugar a ser Dios.
 
“Es todo. Acá termina el recorrido”, nos dice al llegar a la puerta de la guardia. Le agradecemos por su tiempo y gentileza. Nos vamos. Emprendemos el camino de salida. Atravesamos el largo pasillo. Siguen las manos sobre la cara, siguen los bebes a upa de sus padres. Sigue el coordinado levantamiento de cabeza cada vez que se oye un ruido. Sigue todo igual. Para nosotras, sigue igual. Para Patricia, hace veinticinco años que todo está igual. Nos sigue hasta la puerta. La volvemos a saludar. Intercambiamos unas palabras. Una mujer de unos treinta y cinco años enciende un cigarillo. Normal. Patricia suspira y se va. Para nosotras normal pero Patricia ya lo había visto. Por algo fue su suspiro. Veinticinco años que ve las mismas cosas. Tenía panza. Tenía, a simple vista, más de seis meses de gestación. Esperamos que la lluvia cese un poco para irnos definitivamente. Se escuchan gritos, los borrachos aún siguen ahí, discutiendo, bebiendo ya no se sabe qué. La misma imagen. Veinticinco años. Solo un suspiro. Todo igual.

Todo igual menos Patricia. Ya está, se cansó. Cumple su función pero no deja su corazón en cada paciente. Se volvió fría, impenetrable. Cumple su función, su trabajo. Sabe que no va a cambiar nada. Se ve desahuciada. Después de todo,  no existe el comienzo inolvidable.



[1] El caño más bello del mundo, Diego Tomasi. Planeta, 2014.
[2] El Aleph, Jorge Luís Borges. La Nación, 2005.
[3] Los ojos del perro siberiano, Antonio Santa Ana. Norma S.A, 1998.
[4] Diarios, Alejandra Pizarnik. Lumen, 2016.