Por Julia Drangosch y Alina Rodríguez Martín
Sábado a sábado en un barrio periférico de la ciudad, dos tablones verdes rodeados por bancos y algunas sillas vacías ilustran una realidad estática. Todo está acompañado por un espeso silencio y una gran tranquilidad. De repente, la puerta se abre y hace sonar un llamador de ángeles que funciona a modo de rudimentario timbre. A continuación, el ambiente se transforma, el silencio desaparece por tres horas y un grupo de chicos llena el lugar con risas, preguntas y juegos. Papeles que vuelan, manos que se enlazan, lápices que escriben. Entre dibujos y libros comienza a funcionar un centro barrial donde se da apoyo escolar.
El lugar, llamado “Pancho Ramírez” y ubicado en Santa Cecilia al 1700, recibe algunos docentes, pero principalmente son los jóvenes quienes eligen compartir su tiempo y sus conocimientos con los más chicos. Si bien éste es tan sólo un caso, en la ciudad existen Sociedades de Fomento, Escuelas y casas particulares que brindan este tipo de ayuda.
Tiempo atrás el dueño de esta casa comenzó a construir un lugar que, sin saberlo y por obra del destino, se terminó convirtiendo en lo que hoy es. Lo particular de este tipo de espacios, y especialmente del centro barrial “Pancho Ramírez”, es que a pesar de la diversidad de personas que participan en estas actividades, todas están marcadas por lo mismo: una gran escasez de recursos y una gran abundancia de emociones.
Una manera distinta de aprender
Cuando todos los sábados los chicos sacan sus cuadernos de las mochilas y se inician en el camino del aprendizaje, cada uno de los jóvenes que decidieron acercarse al centro barrial se transforma en un personaje distinto: algunos días son profesores de lengua, otros de matemáticas y, en una misma tarde, de tantas otras materias más.
Al mismo tiempo, aquellas pequeñas manos que toman los lápices e intentan, sin saberlo, cambiar un futuro que pareciera ya estar definido, también buscan otras manos, otros gestos. Más allá de los conocimientos académicos que se transmiten sábado a sábado, lo que se percibe a simple vista es el cariño: el de los improvisados “maestros” hacia sus alumnos y el de los agradecidos chicos que logran aprender mucho más que cómo hacer una cuenta matemática o escribir sin faltas de ortografía.
Esta idea de “Escuela popular” tiene sus ventajas al ser llevada a cabo por personas con compromiso y responsabilidad. Chicos, jóvenes e incluso adultos tienen la oportunidad de recibir una educación informal. Pero esa informalidad no implica no tener formas, sino que permite que éstas sean distintas.
Al ser docentes y estudiantes universitarios y secundarios quienes brindan el apoyo escolar, existe una diversidad de ópticas y puntos de vista que favorece el desarrollo, tanto emocional como intelectual, y que permite a los chicos aprehender el conocimiento en todas sus vertientes.
Atendiendo a la crisis
Haciendo memoria, mientras en el 2001 los distintos mandatarios jugaban al “juego de la silla” en el sillón de Rivadavia, en Mar del Plata la crisis se empezaba a sentir. La ciudad ya venía sufriendo una baja en la producción de industria local como consecuencia del auge de las importaciones en la década del noventa y una disminución en el turismo por la paridad peso-dólar.
Como respuesta a las necesidades de las familias apareció el fenómeno de algunos espacios de "trueque" a los que concurrían personas de clase media que intentaban resolver sus necesidades básicas a través de esta alternativa, ya que el índice de desocupación superaba el 25 por ciento.
Como consecuencia de esta situación se produjo un enorme crecimiento de los comedores barriales en todo tipo de ámbitos para ayudar, principalmente, a los más chicos. Lo que inicialmente comenzó como un aporte a la salud y a la alimentación, con el tiempo se transformó en una iniciativa que abarcaba la educación. Casi como un segundo hogar , estos espacios ofrecían a los chicos, en muchos casos, lo que en sus casas no podían encontrar o no les podían brindar.
- ¿Por qué llevan a cabo este tipo de trabajos? -
- El término educación está mal usado en la sociedad, porque la familia es la que educa y la escuela es la que forma e informa. Lo que hacemos en estos grupos barriales es ayudar a las familias que suelen tener grandes carencias. – dice Luisa Jorge, una de las pocas docentes que los sábados abandona el rol académico y se ocupa con firmeza y cariño de los más chicos.
Más allá del aspecto académico que tienen estas actividades, el ida y vuelta constante entre alumno y profesor tiene que ver con lo emocional más que con otra cosa. Compartir no sólo los conocimientos, sino también una caricia, una historia y hasta un plato de comida. Adaptarse es uno de los desafíos mutuos: tanto el de los chicos al abrirse con personas que les resultan extrañas; como el de los jóvenes que se enfrentan a la realidad cara a cara. Como dice el educador brasilero, Paulo Freire, en “Pedagogía del oprimido”: “Nadie educa a nadie. Nadie se educa a sí mismo. Los hombres se educan entre sí con la mediación del mundo” .
Sábado a sábado en un barrio periférico de la ciudad, dos tablones verdes rodeados por bancos y algunas sillas vacías ilustran una realidad estática. Todo está acompañado por un espeso silencio y una gran tranquilidad. De repente, la puerta se abre y hace sonar un llamador de ángeles que funciona a modo de rudimentario timbre. A continuación, el ambiente se transforma, el silencio desaparece por tres horas y un grupo de chicos llena el lugar con risas, preguntas y juegos. Papeles que vuelan, manos que se enlazan, lápices que escriben. Entre dibujos y libros comienza a funcionar un centro barrial donde se da apoyo escolar.
El lugar, llamado “Pancho Ramírez” y ubicado en Santa Cecilia al 1700, recibe algunos docentes, pero principalmente son los jóvenes quienes eligen compartir su tiempo y sus conocimientos con los más chicos. Si bien éste es tan sólo un caso, en la ciudad existen Sociedades de Fomento, Escuelas y casas particulares que brindan este tipo de ayuda.
Tiempo atrás el dueño de esta casa comenzó a construir un lugar que, sin saberlo y por obra del destino, se terminó convirtiendo en lo que hoy es. Lo particular de este tipo de espacios, y especialmente del centro barrial “Pancho Ramírez”, es que a pesar de la diversidad de personas que participan en estas actividades, todas están marcadas por lo mismo: una gran escasez de recursos y una gran abundancia de emociones.
Una manera distinta de aprender
Cuando todos los sábados los chicos sacan sus cuadernos de las mochilas y se inician en el camino del aprendizaje, cada uno de los jóvenes que decidieron acercarse al centro barrial se transforma en un personaje distinto: algunos días son profesores de lengua, otros de matemáticas y, en una misma tarde, de tantas otras materias más.
Al mismo tiempo, aquellas pequeñas manos que toman los lápices e intentan, sin saberlo, cambiar un futuro que pareciera ya estar definido, también buscan otras manos, otros gestos. Más allá de los conocimientos académicos que se transmiten sábado a sábado, lo que se percibe a simple vista es el cariño: el de los improvisados “maestros” hacia sus alumnos y el de los agradecidos chicos que logran aprender mucho más que cómo hacer una cuenta matemática o escribir sin faltas de ortografía.
Esta idea de “Escuela popular” tiene sus ventajas al ser llevada a cabo por personas con compromiso y responsabilidad. Chicos, jóvenes e incluso adultos tienen la oportunidad de recibir una educación informal. Pero esa informalidad no implica no tener formas, sino que permite que éstas sean distintas.
Al ser docentes y estudiantes universitarios y secundarios quienes brindan el apoyo escolar, existe una diversidad de ópticas y puntos de vista que favorece el desarrollo, tanto emocional como intelectual, y que permite a los chicos aprehender el conocimiento en todas sus vertientes.
Atendiendo a la crisis
Haciendo memoria, mientras en el 2001 los distintos mandatarios jugaban al “juego de la silla” en el sillón de Rivadavia, en Mar del Plata la crisis se empezaba a sentir. La ciudad ya venía sufriendo una baja en la producción de industria local como consecuencia del auge de las importaciones en la década del noventa y una disminución en el turismo por la paridad peso-dólar.
Como respuesta a las necesidades de las familias apareció el fenómeno de algunos espacios de "trueque" a los que concurrían personas de clase media que intentaban resolver sus necesidades básicas a través de esta alternativa, ya que el índice de desocupación superaba el 25 por ciento.
Como consecuencia de esta situación se produjo un enorme crecimiento de los comedores barriales en todo tipo de ámbitos para ayudar, principalmente, a los más chicos. Lo que inicialmente comenzó como un aporte a la salud y a la alimentación, con el tiempo se transformó en una iniciativa que abarcaba la educación. Casi como un segundo hogar , estos espacios ofrecían a los chicos, en muchos casos, lo que en sus casas no podían encontrar o no les podían brindar.
- ¿Por qué llevan a cabo este tipo de trabajos? -
- El término educación está mal usado en la sociedad, porque la familia es la que educa y la escuela es la que forma e informa. Lo que hacemos en estos grupos barriales es ayudar a las familias que suelen tener grandes carencias. – dice Luisa Jorge, una de las pocas docentes que los sábados abandona el rol académico y se ocupa con firmeza y cariño de los más chicos.
Más allá del aspecto académico que tienen estas actividades, el ida y vuelta constante entre alumno y profesor tiene que ver con lo emocional más que con otra cosa. Compartir no sólo los conocimientos, sino también una caricia, una historia y hasta un plato de comida. Adaptarse es uno de los desafíos mutuos: tanto el de los chicos al abrirse con personas que les resultan extrañas; como el de los jóvenes que se enfrentan a la realidad cara a cara. Como dice el educador brasilero, Paulo Freire, en “Pedagogía del oprimido”: “Nadie educa a nadie. Nadie se educa a sí mismo. Los hombres se educan entre sí con la mediación del mundo” .
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