Por Mariano Acosta
“Soltá ese caballo, animal”, “¿No te da vergüenza, querido?”, “Ponete vos en su lugar y fijate si está bueno”. Las personas que pasan por la vereda se detienen a objetar a Miguel, dueño del ‘carrito’ que espera estacionado en la calle.
Hace unos meses -no muchos- en Mar del Plata una multitud se reunió en distintos puntos de la ciudad para pedir por el cese del maltrato animal. La convocatoria fue tan contundente que los vecinos empezaron a mirar diferente, incluso, a los objetos tan convencionales como los carritos.
-¿Sos consciente del reclamo de la gente?−.
-Sí, cada vez me atacan más pero ellos no entienden…− dice, con la mirada perdida, como si su mente se fugara en una asociación de imágenes lúgubres. Y se olvida de la respuesta.
¿Qué es lo que no entienden?−.
-Que es el caballo o mi familia-.
Miguel es cartonero. Hace seis años que se instaló en Mar del Plata en busca de mejores condiciones de vida. Proviene de Tucumán, en donde asegura haber sufrido las peores inclemencias de la pobreza. El primer año fue difícil, y ante la imposibilidad de encontrar un trabajo, no tuvo otra opción que buscar cartones “como pa’ tené pa’ comé”. A los dos meses de iniciarse en el rubro conoció a su mujer, Romina. Y ya al año siguiente tuvieron a Matías, el primero de cuatro, quien siempre acompaña a Miguel al trabajo. Matías no dice ni una palabra, sólo espera ansioso que su padre le arme un sándwich de jamón y queso que acaban de comprar en el supermercado chino.
-¿Quiere?− ofrece.
- No, muchas gracias− contesto, pero decido acompañarlos en su banquete en el cordón de la vereda, a metros del supermercado y a metros del carrito-.
Miguel tiene 26, aunque parece de 40. Tiene una remera azul –o antes lo era-, un poco gastada, con algunos agujeros. El jean le queda bastante grande, y en una de sus zapatillas se le visualiza un dedo. Matías, por su parte y a pesar de los diez grados de temperatura, viste un short estilo soldado, unos “crocs” verdes casi nuevos y una remera manga corta.
-Últimamente - cuenta- se hace más difícil reunir cartones. La competencia se ha ido incrementando y hasta fue necesario comprar un carrito con el ahorro de casi dos años para llevar diariamente el pan a la mesa. Llegás a un lugar y ya no hay cartones; ya se lo llevaron antes-.
-¿Recorrés todo el centro?-.
-A la mañana, sí. Arranco a las seis. A la tarde, prefiero los lugares más alejados, los supermercados, los restaurantes; a esos lugares no va casi nadie pero se pone más peligroso-.
- ¿Y a qué hora terminás?-.
- A las seis-. Habla bajito, con marcado acento norteño,
-Soltá ese caballo, animal- lo interrumpe una pareja de unos treinta años de edad.
Él no dice nada. Agacha la cabeza, clava su mirada en el asfalto como quien no escucha nada. Luego de un momento absorto, vuelve en sí mismo, le da un bocado al sándwich y sigue charlando. Dice que nunca puede hacer rendir la plata que ingresa. Siempre falta, nunca alcanza, no sabe por qué. En la bolsa del fiambre se puede ver el ticket con los precios: En total, 56 pesos entre el jamón, el queso y el pan.
-¿Te pagan bien por los cartones?-.
- A veces me pagan más, otras menos. Junto entre 60 o 70 pesos. Entre la mañana y la tarde-.
Su mujer tiene a su hijo de 6 meses con problemas de salud. Ella, prácticamente, no puede moverse de su casa y, además, cuida a los otros dos. Él es el encargado de llevar la comida al mediodía.
-Ya son pasadas las doce. Me tengo que ir. En mi casa me están esperando-.
Miguel y Matías levantan, primero que nada, la bolsa con fiambres; luego, los cartones. Se suben al carrito y cuando se ponen en marcha se sientan encima del material que juntaron. ¿Irán pensando en el reclamo de la gente?
La foto es ilustrativa y pertenece www.lagaceta.com.ar
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